martes, 6 de mayo de 2008

P7 Vicenta

Vicenta


Entre los personajes de mi niñez, existe uno especialmente entrañable: Vicenta

Vicenta era la cocinera de mi casa. Eran otros tiempos. Lo que voy a contar sonará muy elitista. En casa había permanentemente dos personas de servicio. Una era la cocinera, siempre Vicenta, y la otra, generalmente mas joven que se encargaba de la limpieza... Además, para ayudar, solía haber una asistenta, y una o dos veces al mes venía una costurera.

De las chicas de servicio no guardo muchos recuerdos. Generalmente estaban en casa por tres o cuatro años, encontraban novio, se casaban, y se iban. Las había más o menos atractivas. Recierdo una escena en la que uno de mis amigos coqueteó con una de ellas. Empezaron a medirse con una cinta métrica... pero nos habían marcado a fuego un respeto hacia ellas que perduró por encima de nuestras juveniles pasiones.

Vicenta en cambio entró a trabajar en casa de mis abuelos antes de que mi madre se casase y se jubiló poco antes de morir. Nadie sabía su edad real. De hecho durante muchos años careció de ningún tipo de documentación. Nos contaba unas historias increíbles. Su viaje a Oviedo, desde un pueblo de León, lo había hecho en tren. Contaba como se había puesto a gritar, al ver por la ventanilla que los árboles iban andando hacia atrás. También contaba historias de la revolución de Octubre, que pasó en casa de mis abuelos. Su compañera de habitación era Roja y la decía que sus compañeros entrarían en la casa y les matarían a todos. De hecho sucedió. Los mineros ocuparon Oviedo dinamitando algunas de las casas. Sacaban a los hombres para fusilarlos. A mi abuelo lo sacaron y lo llevaron a una de las casas del extrarradio para decidir sobre si se le fusilaba o no. Tuvo la enorme suerte de encontrar entre los que le juzgaban a un antiguo alumno de la época que fue profesor en la escuela de picadores de Mieres, que le libró de ser pasado por las armas. Pero sus historias mas increíbles se referían a pastores de su pueblo, arriesgando su vida por salvar a sus ovejas durante las riadas. De estas historias nunca supimos qué parte era verdad y qué parte leyenda.
Ser cocinera en aquel tiempo era un trabajo duro. La cocina de mi casa era de carbón. Para tener agua caliente por la mañana, alguien, la cocinera, tenía que encender la cocina a primera hora. Además, las comidas no eran como las de hoy. Receta: patatas rellenas. Se pelan unas patatas y se hierven. Con un instrumento especial, se las perfora, y se las introduce una especie de hamburguesa en el interior. Se rebozan en huevo y harina, y se fríen. Después, junto con cebollas tiernas y tomates, se las mete al horno. Téngalas preparadas para servir justo a las dos y media. No antes, porque quedan demasiado hechas, y secas, ni después, porque a las tres los niños tienen que irse al colegio.

Dos o tres veces por semana, para cenar, croquetas. Unas croquetas increíbles, casi líquidas por dentro, pero duritas por fuera. En casa vivíamos mi madre, seis hijos, Vicenta, mas la otra chica de servicio... Nueve personas. Consideremos que cada noche se hacían cuarenta y cinco croquetas de cinco centímetros de largo. Si colocáramos una a continuación de otra, las croquetas de Vicenta durante su dilatada carrera profesional, tendremos, 5 cm por 45 croquetas, por 2 veces por semana, por 52 semanas y por 45 años... casi diez Kilómetros de croquetas. Este reciente cálculo echa por tierra otra de las leyendas de mi casa, según la cual, el número de croquetas de Vicenta llegarían desde Madrid a Luanco (450 Km).

Humanamente, Vicenta era increíblemente cariñosa. Asumió el necesario papel de madre, a veces incluso empalagosa, que la real nos había negado. Nos quería a todos como a sus propios hijos. Discutía con su hermana sobre lo buenos y listos que éramos nosotros dejando muy por debajo en sus preferencias a sus propios sobrinos. Josefina incluida.

Una vez, estaba yo merendando en la cocina, cuando abrió la puerta de un armario, y me cayó la tapa de una pota de fundición en la cabeza. Era una tapa como de 25 cm de diámetro, y pesaba casi un Kilo. Me abrió una brecha profunda y sangraba como un cerdo. A Vicenta casi le dio un ataque. Vertió un frasco entero de mercurocromo en la cabeza, entre sollozos y gritos de ¡ Ay Dios mío!, ¡ Ay Dios mío!, hasta que se la ocurrió llamar por teléfono a Fidel, el padre de Rafa. Este me llevó a la casa de socorro, donde tuvo algunos problemas para explicar que él era solo un vecino, un amigo de mi madre, viuda y que el profundo corte en la cabeza no se había producido por un hacha, sino que había sufrido un accidente con una perola de hierro fundido. Los médicos de la casa de socorro le miraban con cierto aire de sospecha.
Como mi madre, tenía sus preferencias. Tinín y Javierin eran sus predilectos. Pero nos quería a todos. Entre sus brazos nos protegíamos cuando veníamos con 5 suspensos. Gracias a ella Paloma se salvó de una paliza cuando un hombre enfurecido subió al piso para denunciar que una niña le habían tirado el contenido de un tintero desde el balcón sobre su apreciado sombrero de fieltro. Con gran aplomo, Vicenta se enfrentó al energúmeno, le cogió el sombrero y lo metió en un gran barreño lleno de leche. De todos es sabido que la leche quita las manchas de tinta.

Vicenta también sacó de casa a Rafa un dia que me mantenía acorralado bajo un sofá, tras una discusión menor. Sabía siempre a quien defender con uñas y dientes y no dudaba que nosotros éramos siempre inocentes.

Cuando murió yo ya estaba casado. Me enteré e iba hacia el cementerio cuando un coche se llevó mi moto por delante. Me rompí la muñeca y no pude ir al entierro. Supongo que su familia sanguínea habrá pensado... tanto como le quería y no viene ni a despedirla.

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